Corrí al gran río y lo regué hasta que sus recuerdos infelices se borraron del todo y comenzaron a dibujarse brotes de risa en sus brazos.
Transplanté su cuerpo de la cuarteada vasija que aún le envolvía a una maceta rectangular que llevaba tiempo dando vueltas por casa.
Lo cuidé con amor como mamá cuida las heridas de mis rodillas cuando me las despellejo al hacer equilibrios sobre la piedra de Sísifo en las tardes en las que no hay Luna.
Le puse cenizas de esas que hacen crecer, de esas que vienen en esos saquitos de tela tan pequeños, tan misteriosos... de dónde vienen... no lo sé, pues aunque pregunté mucho y nadie supo decirme, o acaso no quisieron, busqué en la enciclopedia negra de papá y tampoco encontré nada. ¿De que serán las cenizas? ¿o de quién? A veces, si cierro los ojos tanto como para seguir viendo por una rendija, me parece ver que las cenizas adoptan formas, que se mueven como si estuvieran vivas. Quién sabe, igual son seres minúsculos que arreglan las ramas, el tronco cada brote...como obreros de lo vegetal.
Mi bonsai creció, reventó la vasija en la que descansaban sus enredados pies, creció hasta equiparar mi altura y empecé a pensar que no era un bonsai. Creció tortuoso, con nudos y más nudos en su piel. Creció sometido al viento de las calamidades y a la lluvia ácida de las penas. Le protegí del temporal con mi cuerpo, y el me cubrió de los rayos del haberno.
Le conté secretos que escondió entre sus manos y profundizó para que permanecieran por siempre. Y creció. Definitivamente no era un bonsai.
A veces, jugábamos a ser espejos y pasábamos horas y horas mirándonos en silencio
Aprendí a amarle, como si fuera una persona de carne y piel, de huesos y alma. Le amaba tanto que un día, cuando la Luna se colgó del cielo, me quedé dormida a su lado y dibujé mi metamorfosis con los colores oscurecidos que me dio la noche.
Sentí como mis pies recorrían los suyos, bajo la tierra, buscando agua para calmar una sed que nunca había sentido. Sentí mi cuerpo crecer y endurecerse, mis manos alargarse hasta su cuello y enredarse en su cuerpo, en sus brazos.
Percibí la luz de la Luna y mi cuerpo se estiró para beberla
Mis cabellos se tornaron hojas y se endureció mi piel hasta ser como la suya.
Me dejé llevar en sus brazos con el va-i-vén del aire fresco que soplaba, perdí la noción del tiempo, me abandoné entera...
Quise abrir los ojos para contemplar la escena, que en mi mente se estimaba de una hermosura indescriptible, pero no pude, mis ojos se habían cerrado, eran corteza, fina y pétrea.
Aprendí a amarle, como si fuera una persona de carne y piel, de huesos y alma. Le amaba tanto que un día, cuando la Luna se colgó del cielo, me quedé dormida a su lado y dibujé mi metamorfosis con los colores oscurecidos que me dio la noche.
Sentí como mis pies recorrían los suyos, bajo la tierra, buscando agua para calmar una sed que nunca había sentido. Sentí mi cuerpo crecer y endurecerse, mis manos alargarse hasta su cuello y enredarse en su cuerpo, en sus brazos.
Percibí la luz de la Luna y mi cuerpo se estiró para beberla
Mis cabellos se tornaron hojas y se endureció mi piel hasta ser como la suya.
Me dejé llevar en sus brazos con el va-i-vén del aire fresco que soplaba, perdí la noción del tiempo, me abandoné entera...
Quise abrir los ojos para contemplar la escena, que en mi mente se estimaba de una hermosura indescriptible, pero no pude, mis ojos se habían cerrado, eran corteza, fina y pétrea.
Y me llené de paz, pues era la primera vez que mis ojos en realidad contemplaban la verdad del mundo. Y me quedé dormida en él hasta que llegó la primavera a despertarnos.